El territorio del ensayo

Montaigne sobre la máxima «conócete a ti mismo»

«Preferiría entenderme bien a mí mismo que entender a Cicerón. Harto tendría con mi propia experiencia para hacerme sabio, si fuera buen estudiante. Quien conserva en su memoria los excesos de su pasada cólera y hasta dónde le llevó esa fiebre ve la fealdad de esta pasión mejor que leyendo a Aristóteles, y alimenta odio más justo contra ella. Quien recuerda los males que ha sufrido, aquellos que lo han amenazado, las livianas circunstancias que le han hecho pasar de un estado a otro, preparase así a las mutaciones futuras y a la asunción de su condición. No es la vida de César más ejemplar que la nuestra, para nosotros; y por emperadora o popular que sea, siempre será una vida expuesta a todos los acontecimientos humanos… ¿Quien se acuerde de tantas y tantas veces como ha errado su propio juicio no es un necio si no desconfía de él para siempre? Cuando la razón ajena me convence de la falsedad de una idea, no aprendo tanto lo nuevo que me ha dicho, ni esa ignorancia particular (poco fruto sería), como aprendo en general mi debilidad y la traición de mi entendimiento; por lo cual llego a dominar todo el conjunto. Con todos mis demás errores hago lo mismo; y siento que es esta regla muy útil para la vida… El aprender que se ha dicho o hecho una necedad, no es nada; es menester aprender que se es un necio, enseñanza harto más amplia e importante… Si cada cual espiase de cerca los efectos y las circunstancias de las pasiones que lo dominan, como he hecho yo con aquella a la que he tocado en suerte, veríalas venir y aminoraría algo su impetuosidad y su carrera. No siempre se nos echan encima de repente; hay amenazas y grados. ‘Así al primer soplido el mar empieza a blanquearse, poco a poco las olas se agrandan y más alto se levantan, y del fondo del abismo suben hasta las nubes’ (Virgilio, Eneida). Ocupa el juicio en mí lugar magistral, o al menos esfuérzase por ello laboriosamente; deja que mis apetitos vayan a su aire, y el odio y el amor, incluso el que me profeso a mí mismo, sin alterarse ni corromperse. Si no puede reformar a su modo mis otros aspectos, al menos tampoco se deja reformar por ellos: hace juego aparte.

La advertencia de que cada cual se conozca ha de ser de gran trascendencia, puesto que aquel dios de ciencia y de clarividencia lo hizo poner en el frontal de su templo, como si comprendiera todo cuanto había de aconsejarnos. Dice también Platón que la prudencia no es sino el cumplimiento de esta ordenanza, y Sócrates lo demuestra detalladamente a través de Jenofonte. No se perciben las dificultades y la oscuridad de cada ciencia si no se adentra uno en ella. Pues también es menester cierto grado de inteligencia para poder percatarse de que se ignora, y es menester empujar una puerta para saber que nos está cerrada. De donde nace esta sutileza platónica de que ni aquellos que saben han de preguntarse, puesto que saben, ni aquellos que no saben, puesto que para preguntarse es menester saber sobre lo que uno se pregunta. Y así, en esta de conocerse a sí mismo, el que cada cual este tan resuelto y satisfecho, el que cada cual crea estar lo bastante enterado, significa que nadie entiende nada de nada, como enseña Sócrates a Eutidemo según Jenofonte. Yo, que no pretendo otra cosa, hallo profundidad y variación tan infinita, que mi aprendizaje no tiene más fruto que el de mostrarme cuánto me resta por aprender. A mi tan a menudo reconocida debilidad debo la inclinación que tengo a la modestia, a la obediencia de las creencias que me han sido ordenadas, a una constante frialdad y moderación de ideas, y el odio por esa arrogancia importuna y discutidora que se cree y se fía por entero de sí misma, enemiga capital de la disciplina y de la verdad. Oídles perorar: al proferir las primeras necedades hácenlo al estilo con el que se establecen religiones y leyes. ‘Nada más indigno que dar paso a la aserción y a la decisión antes de la percepción y del conocimiento’ (Cicerón, Académicas)… Son la afirmación y la obstinación signos manifiestos de necedad. Se habría ido ido éste de bruces al suelo al menos cien veces en un día: hele ahí tan gallito, tan resuelto y entero como antes; diríais que le han imbuido después un alma nueva y un nuevo rigor de entendimiento, y que le ocurre como a aquel antiguo hijo de la tierra, que recuperaba nueva firmeza con la caída, fortaleciéndose, ‘al tocar la tierra, su madre, sus miembros desfallecidos recobran nuevas fuerzas’ (Lucano, Farsalia). ¿Cree acaso este testarudo rebelde hacerse con nueva inteligencia por empezar una nueva discusión? Declaro por mi propia experiencia la ignorancia humana, lo cual es, a mi parecer, el partido más seguro de la escuela del mundo.»

Michel de Montaigne, «De la experiencia» en Ensayos (trad. Almudena Montojo, Madrid: Cátedra, 2006), págs. 333-336.

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